Shangai Bay

De Florencio Nicolau

Shangai Bay

Especial para Eco Italiano

Cuando, al despertar, percibe la halitosis alcohólica en la nariz, ahí atrás donde se une con la garganta, siente asco de sí mismo. El olor de la orina en el baño, ese olor a esmalte de uña le da náuseas y vomita una botella de Jack Daniel. Mariposas negras volando por la habitación y dibujitos en los ojos cuando los cierra, formas microscópicas de unicelulares y cosas por el estilo, piensa recordando sus años infértiles de facultad.

Tantea por aquí y allá hasta llegar a la cama desarreglada y se pone la ropa como puede: una camiseta , la camisa arriba que se había quitado anoche sin desprender los botones, los pantalones vaqueros sucios y las zapatillas de tela a cuadritos blanco y negro, algo juveniles y pretenciosas para sus treinta y picos. A trabajar no va a ir, porque dejo de hacerlo hace seis meses. Al bar es medio temprano—las once y media de la mañana— así que se apoltrona en el sofá y prende la tele. Lo mismo de siempre, mujeres desnudas en los canales populares y lagartos que comen mosquitos en los cultos. La televisión es una mierda desde el mismo día que nació, lo mismo que me pasa a mí.

Un pasado de bonanza, una infancia feliz de juegos y de alegrías, de navidades con arbolitos iluminados y hermosas pelotas de fútbol obsequio de las tías y de los parientes que veían en él a su sobrino pródigo. ¿Qué me pasó, Dios, si existes, qué me pasó?

La pertenencia a una familia de buen pasar lo llevó a estudiar medicina, más por imposición de los padres que por propia voluntad. Al terminar el secundario viajó con su padre a la ciudad para ver la facultad e inscribirse. Estuvo un tiempo en los claustros sin que le interesara absolutamente nada. Pasillos interminables con azulejos pasados de moda, laboratorios con olor a formaldehido que albergaban frascos con cabezas, manos amputadas, cerebros, penes. ¿A quién se le ocurriría pasar años de su vida rodeado de esa feria de horrores? Lo suyo no era la medicina. Lo suyo era hacer nada.

No llegó a terminar el primer semestre. Se aburrió repentinamente y comenzó a abandonar las clases antes de tiempo para luego dejar de ir. La ciudad lo seducía con su movimiento permanente, con sus negocios, con su peatonal luminosa y llena de bares y comedores. Las mujeres bonitas se paseaban por las calles y todo era muy distinto a su pueblo lejano y extremadamente provinciano. Aprovechando el dinero que sus padres le enviaban comenzó a disfrutar de las diversiones que prodigaba la ciudad.

Se revuelca en el sofá mientras mira la televisión. Se le confunden los programas que cambia rápidamente porque no tiene ningún tipo de paciencia. Para él el mundo es un continuum de desesperanza y de desinterés.

Mosquitos que comen mujeres-lagarto desnudas piensa mientras los dibujitos vermiformes le bailan en los ojos en un escenario amarillento. Se toca los ojos con los dos índices, aprieta un poquito sobre los globos y siente un dolor leve y agradable a la vez; ve nuevos colores: azules, verdes, y el amarillo de fondo. Se levanta como puede del sofá—a esto son las doce y pico— y sale al pasillo enfilando a la puerta de calle.

Una mañana como todas. El sol muy alto, y la gente que lo mira. Algunos lo saludan, lo conocen del barrio y saben que es un borracho sin cura pero no por eso mala persona. Tantea el bolsillo trasero del pantalón para ver si siente los billetes que ha conseguido del tío bueno. Se acerca, pegado a la pared, a la puerta del supermercado, un galpón espacioso con dos cajas y unas góndolas largas repletas de productos de marcas ignotas. No hay clientes. Entra y saluda a los dueños de miradas rasgadas y caras de piedra. Un muchachón con aire de dueño y traje de corderoy beige con zapatillas de marca lo mira con asco, como mira Bruce Lee en las películas antes de matar a alguien. En la caja se apoltrona en una silla alta una chica de ojos rasgados y labios mal pintados que lo saluda sonriente, está despeinada y viste en forma desprolija con una camisa desgastada y con manchas de lavandina. Va a la góndola de las bebidas y saca una botella de tres cuartos con la cara de Jack Daniel. Paga y saluda. Sabe que es la última que puede comprar porque se queda sin plata y ya no logrará más crédito del tío bueno. Es su último día en la tierra, piensa.

La chica de los ojos rasgados sonríe nuevamente y le da el vuelto. Lo mira salir con el paso inseguro a la calle y suspira meneando la cabeza con desconsuelo. Mira al Bruce Lee de corderoy y zapatillas de marca. Dice un rosario de ideogramas y continúa trabajando mientras lo mira alejarse por la vereda. El Bruce Lee se dirige a la cajera y le espeta un discurso entre enojado y despreciativo. La joven cajera le contesta temperamental señalándose a sí misma con las manos y afirmando algo. El Bruce Lee se aleja refunfuñando y la cajera sale de su puesto para dirigir una última mirada al joven borracho. Traga saliva y vuelve a la caja.

***

Esa noche con todo el whisky encima tiene una pesadilla. Sueña con una bahía inmensa en un mar bellísimo de un mundo lejano. Es como una bendición ver esa imagen en ese mundo onírico que nos dice verdades y mentiras. Sueña que caminando por la playa de la bahía interminable aparece la china de la caja del supermercado. No es la mujer desprolija y descuidada de la realidad. Es una mujer primorosamente maquillada y vestida con un traje hermoso, adornado con motivos de dragones con detalles dorados. Se acerca y lo mira con los ojos rasgados prolijamente delineados y sombreados. Su pelo está planchado y es una mujer dulce, la más dulce que jamás haya visto en su existencia. En el sueño canta una canción que no conoce, pero fluye naturalmente de su boca:

Mariposa, por favor,

Tú que vas de flor en flor

Llévame a Shangai.

Se acerca a la joven china y sin prolegómenos se besan. La imagen es tan realista que siente en su gusto el sabor de la pintura de labios de la joven, la tersura de su cabello planchado. Es una sensación real. Luego abrazados en un paroxismo de felicidad se meten vestidos a las aguas de la bahía y retozan enamorados por horas.

Se levanta. Se ha orinado en la cama.

***

Con las últimas fuerzas que le quedan se baña. Son las tres de la tarde y ya no tiene dinero. Salé tambaleándose y apoyándose en las paredes mientras soporta consciente las miradas de los vecinos que lo saludan y murmuran a sus espaldas. Enfila hacia el supermercado en vano pues sabe que no tiene medios para comprar otra botella. Al pasar por la puerta del galpón observa al Bruce Lee que viste de Corderoy y esta vez calza chancletas de playa. El chino mira con desprecio a la cajera y se retira hacia adentro del establecimiento.

La china de la caja parece otra. Tiene los labios bien pintados y se ha puesto mascara de pestañas. Usa un traje de buena calidad y tiene el pelo peinado y las uñas pintadas. Se ha empolvado el rostro.

La cajera sonríe al muchacho. Es la única persona que todavía mantiene algún tipo de respeto. La mirada de la cajera es similar a la del sueño, transmite una sensación indescriptible, como si una bondad absoluta emanara de esos ojos, de todo ese rostro.

El muchacho desahuciado la mira y prosigue su camino por la vereda; no hay cuento que pueda hacer para obtener una botella de whisky. No tiene escusas y además no conoce su idioma. Resignado sigue su camino. Hace dos veredas y escucha una voz que le habla en chino. Se da vuelta y la cajera lo está llamando con las manos. No entiende que está pasando pero se acerca lentamente con algo de desconfianza, Un patrullero pasa haciendo sonar la sirena, los zorzales cantan en los árboles. El mundo es el de siempre. Cuando llega a la puerta del galpón la china lo hace ir junto a su puesto, se agacha y saca una botella de Jack Daniel oculta debajo de la caja. Sonriendo se la entrega. El muchacho se señala los bolsillos y menea la cabeza de un lado a otro. La china insiste y le extiende la botella.

Hay un instante de duda pero al fin la acepta. La cajera continúa sonriendo. Cuando toma la botella, la chica le acaricia la otra mano.

Algo ha pasado piensa el muchacho. Su vida deberá cambiar de ahora en más.

Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 14 de septiembre de 2024

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