Florencio Nicolau

Léeme
Especial para Eco Italiano
La habitación es una parte del pasado. No sé cómo describirla pero son muebles antiguos, bien cuidados. Es ese típico mobiliario de las casas de las abuelas, que no sabemos cuál es su origen y nos deleitamos cuando nuestros mayores nos cuentan su historia. El sol es un toque de pintura sobre el piso de parquet encerado, pulcro y señorial. Es difícil decir cuánto tiempo está alejada esa escena del momento actual. No sé si puedo decirlo. Me miras y te miro. Contigo pasa lo mismo, amiga mía. No sé quién eres, no sé qué quieres. Tu aspecto es extraño. No perteneces a una época. No perteneces a ningún recuerdo. Eres única.
Lees. Estás concentrada en un gran libro de letra abigarrada. Parece que nunca lo vas a terminar, que es un libro escrito e impreso solo para existir como cosa material. Un objeto destinado a lucir su tafilete en la biblioteca de una gran casa sin que tenga trascendencia alguna el contenido. Cuando era adolescente y comenzaba a investigar entre las hojas de los textos de la biblioteca de mi abuela, me pasaban cosas extrañas. De vez en cuando encontraba obras que no me interesaban. Sin embargo, esos seres de papel cautivaban mi atención por algo en particular: ¿Que sucede si me toca en suerte ser el único lector de esta obra? —, pensaba — ¿Cuántos libros sin ninguna importancia habrán sido lo la lectura de una sola persona? Suena extraño no. Si ese individuo no lo hubiera leído, las palabras del autor se habrían perdido en el universo como letras silenciosas.
Con la vida parece pasar lo mismo. Cuantas existencias mundanas desfilan desapercibidas porque nadie se interesa realmente en ellas. Hombres solteros que pasean solo con perros, individuos de pobreza extrema que no tienen amigos. Se mueven en la vida saludando u ocupando un lugar en un escenario como la calle o una plaza. Pero a medida que van muriendo quienes lo conocieron de vista, se transforman en material insustancial. Una vez idos de aquí nadie puede decir nada de sus vidas. Triste.
Lees.
¿De cuantos momentos está hecha una vida? Sería interesante contarlos. Imagino a un ser supremo o simplemente a un encargado, un demiurgo, contando cada uno de los instantes en que hemos decidido algo sin saber que lo hacíamos. Medimos la vida en forma burguesa, en base a episodios que nosotros mismos hemos clasificados de importantes y que sin embargo no lo son. Hay humanos que recuerdan el día de su casamiento como el más inolvidable de la vida. Nada mas falso en algunos casos: un evento inventado por la cultura de turno que marca un hito para nosotros. Pero ¿El instante en que arrugamos un papel de caramelo en la cama y abrimos el libro que nos cambiará la vida? ¿Quién lo cuenta? A veces ni siquiera nosotros.
Me sigues sonriendo, demiurgo, lees.
¿Qué lees? Miro nuevamente el libro que tienes en tus manos, con las letras como machoncitos negros y pienso acerca del tema de la obra. Historias de guerras sangrientas, un cuento de hadas, los pensamientos de un filósofo oscuro. Cualquier cosa es posible en este plano. No sé que eres, ni por qué estoy aquí. No lo sé. Hablo.
—No entiendo qué es lo que está pasando.
—Te estoy leyendo.
—¿Quién eres?
Sonríes con un gesto de superlativa belleza a pesar de lo extraño de tu cara y tu aspecto indefinido. En realidad no tienes rostro; soy yo el que lo siente. Eres agradable, dulce, informe pero atractiva.
—Soy yo.
La respuesta tautológica es casi bíblica. No me sirve de nada, pero sin embargo me dice algo. Mis recuerdos se han ido. Ya no los tengo, no soy pasado ni futuro, soy este presente del que no puedo escapar. ¿Me entienden? Sé que no puedo ir a ninguna parte y todo lo que acontece es el aquí y el ahora. Contigo, lectora. Vuelvo a ensayar una pregunta:
¿Qué eres?
Nuevamente sonríes, esta vez con ternura. Mueves la cabeza hacia un costado y me sonríes y te brillan los ojos. Bajas la cabeza y sigues leyendo. Luego repites el gesto, mueves la cabeza y sonríes. Lo repites, lo repites, lo repites. Es una escena de película editada. Es un fragmento presentado en bucle. Me asusta la experiencia. Luego te quedas quieta y contestas.
Soy tu autora, corrijo y repaso tu vida.
Me siento un poco mareado. Trato de concentrarme en sus palabras que no me dicen nada. Pero me quedo tranquilo porque ella es agradable en cuanto a compañía se refiere. Pero no se cual es su objeto y eso no es tranquilizante. No puedo definir su forma; es un Proteo, un ser cambiante, mercurial. Es una ameba traslúcida y luminosa, una voz, una mancha blanca. De repente se define como una niña de unos doce años. Está vestida en forma anacrónica, como la pequeña aristócrata de un cuadro.
—¿Te gusto así? Me dice.
Asiento, pero no sé cómo.
—¿Te acuerdas cuando escapaste de la escuela? Fue el día de lluvia que no querías rendir ese examen y saliste por un tapial de atrás. Pensaste que era la mejor idea que habías tenido junto a tus compañeros. Cuando tus pies tocaron la vereda quedaste parado frente a la profesora que se había retrasado y llegaba apurada a la escuela a tomar el examen. ¿Te acuerdas?
Reímos los dos. Fue un episodio que dio que hablar durante varios años. Hace unas semanas atrás (semanas, ¿qué es eso?) un viejo compañero me la recordó y se rió de mí.
—¿Qué hacemos con ese recuerdo?— me dice sonriendo— ¿lo dejo o lo borro?, te dio vergüenza durante muchos años; te sonrojabas cuando te acordabas. Un día en la ducha cuando te preparabas para ir al trabajo lo evocaste repentinamente y te avergonzaste tanto que no querías salir de tu casa.
Reímos esta vez a carcajadas.
Le digo
—No lo borrés, es mi recuerdo—
Asiente. Seguimos riendo los dos un buen rato.
¿Qué hacemos con este otro? Dice señalando un párrafo la mitad del libro. Fue cuando te distrajiste con tu teléfono mientras manejabas. Un día tormentoso con el asfalto mojado. Estabas nervioso por lo que te había dicho tu ex mujer acerca de los niños, ¿recuerdas?, que se los quería llevar con ella a vivir lejos porque había conseguido un buen trabajo en otro país. No pudiste controlar tus nervios, la amargura de consumió. Insistías en llamarla con el teléfono. La tarde era ya de noche por las nubes y lo avanzado del invierno. Un frío cruel sazonado con la lluvia persistente desde la mañana. Y tú que tenías un mil pensamientos dándote vuelta. Tal vez ya no ibas a ver a tus hijos tan seguido. Tal vez crecieran lejos de ti y les comenzaran a importar otras cosas y tu quedarías sumido en el olvido. Te convertirías en un viejo que alguna vez recibirías a un hombre y una mujer hechos y derechos que vendrían a visitarte, hablando con una acento extraño, solo para recordarte que tenías hijos. Un recuerdo doloroso. No estabas preparado para eso. ¿Es así?
La miro confundido. Me habla de algo que no pasó en mi vida. Vuelvo a ver el libro y estamos en un poco más de la mitad. Continúa.
—El teléfono en tu mano y la cabeza gacha mirando los mensajes. El semáforo en rojo que no viste y el violento golpe contra el otro auto. ¿Lo borro? Tú decides.
—¿Cuándo fue eso?
—Cuarenta y siete minutos atrás, en tu tiempo—contesta seria. Ya no sonríe. —¿Lo borro?
Suspiro.
—¿Qué episodio viene después?
—Nada.
Sobreviene un silencio. Es similar a cuando era niño y me despertaba los domingos y mis padres no lo habían hecho aun. Me quedaba mirando el solcito que entraba por la ventana que iluminaba el parquet. Es el lugar en donde estoy ahora. No me había dado cuenta.
—No, no lo borrés.
Arroja el libro a un costado y ahora vestida de blanco empuja la camilla hacia el tomógrafo. Veo las paredes del aparato y después nada más.
Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 12 de enero de 2025