Ensalada de pulpo

Florencio Nicolau Eymann

Especial para Eco Italiano

Antes del cambio, tenía facilidad para hablar. Podía armar un discurso con corrección y profundidad. Ahora que ya no puedo, me concentro en las esencias, en las ideas verdaderas que subyacen bajo la apariencia material. Para llegar ahí, tuve que cambiar. Cambió mi comportamiento, cambió mi vida. Y, sin embargo, estoy más vivo que nunca. Soy una plétora de pensamientos y sentimientos, amor mío.

¿Te acordás de aquella foto que habías subido a Facebook? La que aparecés con una campera inflable de un rojo intenso, contrastando con un cielo blanco, plomizo. El cielo de París en enero, con ese frío que hace salir hasta a las ratas a la calle.

Es una foto frente a un templo extraño, vistoso pero sobrio, con una escalera doble —de esas perpendiculares a la entrada— como las de la Escuela Nacional, en nuestra ciudad. Las mismas escaleras donde solíamos encontrarnos para jugar. Volvíamos del parque: vos subías por un lado, yo por el otro, y al llegar arriba nos besábamos. Era los domingos a la tarde, en otoño o invierno… ¿hace cuánto ya? Veinticinco años, más o menos. Cómo pasa el tiempo. ¿Te acordás de cuando, una vez arriba, nos tocábamos, medio escondidos pero deseando que alguien nos viera? Éramos jóvenes y creíamos que el sexo era un invento nuestro, que el resto del mundo no tenía relaciones porque las habíamos descubierto nosotros. Éramos tan ingenuos.

Ah, sí, ahora me acuerdo: era el Temple du Marais, en la rue Saint-Antoine. Lo conocimos el día que fuimos a la plaza de los Vosgos, una tarde helada en París. Fue el día en que estrenaste esa campera roja que habías comprado con tu hermana, en una tienda del centro, junto a la peatonal. Sí, me acuerdo.

A veces siento que la memoria me juega una mala pasada. Se me mezclan los recuerdos, y no puedo discernir entre el pasado lejano y el reciente. Cosas que me pasaron en la secundaria me parecen de hace una semana, o menos. No sé qué me pasa. Dicen que es normal, que cuando todo esto evoluciona, las ideas y los recuerdos empiezan a mezclarse. Tal vez sea porque voy hacia atrás… o hacia adelante en el tiempo. Qué importa si voy para atrás o para adelante. Lo único que importa es que estoy contigo, amada mía.

Sé que me querés. Si no, ya me habrías dejado hace rato. Estoy seguro. Nadie se quedaría con un tipo como yo, en este estado, si no estuviera verdaderamente enamorada. El Amor —sí, con mayúscula— es real. Existe. Pero muy pocos pueden entenderlo. Somos unos privilegiados los que accedemos a este sanctasanctórum del amor verdadero. No del deseo.

¿Observaste que el frío es un denominador común en nuestras vidas? No sé por qué, pero cada vez que llega el invierno, en los últimos años, siento que se avecinan cambios en nuestra vida compartida. Porque la mía, ya cambió para siempre. Los expertos dicen que de lo mío no se vuelve. Yo me acostumbré. Para mí, es como si siempre hubiera sido así.

Me gusta cuando me leés cuentos. Desde que no puedo agarrar un libro, aprecio más que nunca esa manera tuya de acercarte con uno entre las manos y leerme con esa voz dulce y modulada, clara, diáfana, argentina. Le das énfasis al texto, casi lo actuás:

Advierte, Sancho —dijo don Quijote—, que el amor ni mira respetos ni guarda términos de razón en sus discursos, y tiene la misma condición que la muerte: que así acomete los altos alcázares de los reyes como las humildes chozas de los pastores…

Sé que, con el tiempo, podré volver a tomar un libro de la biblioteca. Pero no sé si podré leerlo por mis propios medios. Mi visión es ahora distinta, y el discernimiento de las letras ya no es el mismo. Entiendo con el corazón —con mi extraño corazón— las historias que me contás y me leés, pero no sé si podría leerlas por mí mismo. Es extraño, ¿no? Todo es extraño. Sobre todo porque no hay razón alguna para que esto nos haya pasado a los dos, mi amada.

El otro día soñé contigo. Eras una vieja, nonagenaria, pero aún hermosa. Me abrazabas con fuerza y ternura. Yo te acariciaba las mejillas, y vos corrías por la calle principal de un pueblo polvoriento y abandonado, como los que se ven en las películas de vaqueros.

Vos sos mi cortejante perfecta, la niña de mis sueños, la razón de mi existencia. Sin vos, no soy más que una masa muscular potente, expresiva, inteligente… pero incompleta. La verdadera intérprete sos vos. Y yo, mi amada, soy tu guía espiritual.

¿Te acordás cuando encontramos aquella imagen? Fue poco después de que dejé de caminar. Estabas buscando cosas en internet y me dijiste que había un antecedente de lo nuestro: un dibujo japonés llamado El sueño de la mujer del pescador, del libro erótico Kinoe no Komatsu. Era una tarde de frío.

Dos pulpos rodean con sus tentáculos a una mujer desnuda, una buceadora, esposa de un pescador. El erotismo de la imagen no tiene límites; uno puede imaginar cualquier cosa. Eso somos nosotros: una pareja inimaginable, pero libre. Libres, al fin, de los prejuicios de la sociedad, del entorno. Libres para pensar, para sentir, para tocarnos. Tocarnos.

Y seguís leyendo, amor mío:

La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos…

Me he liberado del cautiverio de este cuerpo. Del cuerpo de un hombre. He logrado sacar lo que verdaderamente soy, lo que fui desde mi niñez, incluso antes de mi nacimiento. A muchas personas les ha pasado, pero nosotros somos los primeros que nos aceptamos mutuamente. Salvo, claro, que la mujer del pescador haya existido, y no sea solo fruto de la imaginación de un artista japonés.

Somos el tal para el cual. Vos, con tus libros, tu cultura, tu arte, tu sabiduría para encontrar obras y estudiar las bellezas que ha producido la humanidad en los últimos milenios. Solo una artista como vos puede valorar mis redondeces, la fluidez de mi cuerpo, mis tonos tornasolados, mis ventosas. Te quiero y te deseo, amada mía, desde los besos en la Escuela Nacional hasta aquella vez que te acompañé a París.

¿Te acordás? El Temple du Marais, en la rue Saint-Antoine. Sí, ese. Lo conocimos el día que fuimos a la plaza de los Vosgos, una tarde fría, vos con tu campera inflable roja contrastando con el cielo gris de enero.

***

No puedo creer el frío que hace en esta ciudad hermosa. Estos palacetes con frontispicios ornamentados por los grandes creadores del barroco… No entiendo una forma de vida sin arte. París es lo sublime. Cuánta alegría puede ser recorrer esta ciudad caminando en cualquier época del año, pero en invierno es de una sofisticación impar, con ese contraste entre el cielo grisáceo y la piedra de los hôtels.

París es una sinfonía de contrastes, y eso es lo que venimos a ver. Me decís que este lugar te gusta sobremanera, que es uno de los puntos más atractivos de la ciudad. Vamos a la plaza de los Vosgos por el Boulevard Henri IV, cuando me decís que querés ser un pulpo.

—Podés ser lo que quieras, amor mío —te digo—. Está en vos decidir tu destino. Sos libre de ser lo que quieras. Y nos besamos. ¿Dónde? Ah, sí, ahora me acuerdo: en la puerta del Temple du Marais, en la rue Saint-Antoine. Sí.

La libertad es un sueño que merece ser compartido —me decís con esa voz tan seductora que tenés.

Y mi deseo es estar contigo siempre, amado. Que me acompañés por todas las ciudades del mundo para que puedas conocer todas las obras de arquitectura que tanto me fascinan, con sus esculturas y sus jardines. Iremos a donde sea, haremos todo lo que el destino nos depare.

Y vos serás entonces un pulpo —te digo riendo. Me recitás uno de tus fragmentos favoritos del Quijote:

La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos…

Y luego agregás, con una media sonrisa, disfrutando el momento:

…el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los pulpos.

Si hay algo que admiro de vos es tu creatividad. Siempre con ideas nuevas y esa capacidad innata para escribir, rimar, memorizar cosas. Tenés una memoria infinita: kilómetros de versos con rima o libres fluyen de tu boca, y los recitás con la entonación justa, con esos ojos que parecen darle un énfasis particular a cada palabra, a cada sílaba que sale del cerco de tus labios, mientras movés las manos como un senador romano en el foro.

Ahora no hay más manos ni boca, porque sos un pulpo. Tu deseo fue más fuerte que la naturaleza, y cambiaste completamente en los últimos tiempos. Lo hiciste por amor, me dijiste.

Vivimos juntos en esta casa. Tenemos todo lo que necesitamos. Agua para vos, una cama para mí. A veces soy yo quien se mete en tu piletón del living; a veces sos vos quien se acerca a mi lecho para que pueda sentirte como la mujer del pescador. Sos un amor próximo a la perfección.

Antes de la transformación, cuando fuimos a Barcelona, comimos en Els Quatre Gats, sentados en una sala que aún estaba medio vacía. Un chico con una guitarra cantaba una canción de Alberto Cortez. Me acuerdo de los dos platos con tentáculo de pulpo cubierto con salsa de tomate y cebolla: una delicia sin igual. Qué felicidad pasear con vos cuando aún eras humano. El disfrute de ese sabroso plato, las cervezas frías, la música dentro de ese lugar íntimo en el centro de Barcelona…

Dejaste la mitad del tentáculo en el plato.

—No puedo comerlo, es canibalismo definitivo —dijiste, y reímos: vos con la mirada brillante, yo mostrándote todos los dientes. Todos.

Después de la noche en que discutimos por primera vez en meses, se me ocurrió comerte. Corté un tentáculo y no te quejaste: simplemente me miraste con tus ojitos, como miran los gatitos cuando ven el plato vacío y esperan que el Whiskas caiga como maná del cielo.

—Te saco uno. Con esto como varios días, es grande —te dije.

—Comelo. Lo hice por vos.

Al otro día ya estábamos más calmados, y seguimos leyendo la historia del pulpo y la mujer del pescador.

***

La inspiración es algo que uno no puede entender, Denise; una luz que baja de nadie sabe dónde y que te deja una pequeña parte de todo el tesoro que te ofrece. Somos nosotros, los comunes y mediocres mortales, los que no podemos aprovechar todo lo que nos ofrece esa luz. Por eso es que los grandes poetas agradecen a esa entidad incorpórea, etérea, el toque que nos dejan en la mente y en el alma por un instante.

¿No te ha pasado, amor, que en un sueño has recibido de regalo los versos más hermosos y al despertar no has podido escribirlos? Es muy común. A todos nos pasa: siempre soñamos con una obra insigne que, sin embargo, queda perdida en algún lugar del espacio-tiempo, ida para siempre. O tal vez la aprovecha alguien más, que no conocemos, y luego lo leemos sorprendidos porque ha tenido una idea parecida a la nuestra.

Detrás de cada episodio de la vida cotidiana hay una historia que debemos encontrar. La labor del escritor es eso: encontrar una trama en un hecho simple, cotidiano. Las grandes obras comienzan con pequeñas inspiraciones. Pensar que, aquí a unas cuadras, en la plaza de los Vosgos, vivió Víctor Hugo. ¿Te imaginas cuántas vivencias y curiosidades habrá visto por estas calles?

Fijate en la pareja de enfrente. Sí, esa que está delante del Convento de la Visitación. ¿Cómo que no la ves? La mujer tiene una campera inflable roja que es un escándalo… Pensá en una historia con esa pareja. ¿Qué se te ocurre?… ¿Nada? Pero entonces no tenés imaginación, amor.

Están enamorados. Ella es una experta en arte, una curadora. Él es un tipo medio raro. El asunto es que, cuando vuelven a su país después de unas vacaciones en París que les costaron todos sus ahorros, el muchacho se empieza a transformar gradualmente en un pulpo. La mujer, que no encuentra trabajo en su ciudad, empieza a desesperar, y un día descubre que su novio—en un acto supremo de amor— se transformó en pulpo para alimentarla y que pueda continuar con su carrera. ¿No te gusta?

La pareja de enamorados repentinamente comienza a discutir, las voces se van alzando en el frío de la calle invernal. La mujer de la campera roja comienza a llorar.

Nadie los mira.

Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina 3 de mayo de 2025

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