Florencio Cruz Nicolau Eymann
Especial para Eco Italiano
A la mañana temprano, la luz del sol entra en mi estudio, colándose por la rendija de la persiana como un hilo de oro. Prendo la computadora y arranca otra jornada de trabajo. Los clientes están en contacto constante: a veces con instrucciones precisas, otras con ideas que parecen inventadas sobre la marcha. Termino explicándoles lo que, desde mi experiencia, considero mejor para ellos y sus usuarios. Hago bien mi trabajo.
Hoy tengo que revisar un programa particularmente complicado. Una mujer pidió un modelo con varios niveles de dificultad. No es nada fuera de lo común: en este mundo, los problemas de programación suelen parecer sencillos; todo se puede arreglar, corregir, rehacer. Pero detrás de cada línea de código hay una red invisible, poblada de expertos que se comunican entre sí, nodos de una matriz infinita de conocimiento. Cada uno aporta un fragmento a algo más grande, más complejo, más potente. Es fascinante sentirse parte de algo así, pero también desolador saber que uno no es indispensable. El verdadero desafío está en ponerse de acuerdo con los demás: emprendedores, clientes, colegas.
Recuerdo mi juventud, cuando la rebeldía era mi brújula y la curiosidad mi alimento. La facilidad con que me interné en la filosofía y la ciencia fue asombrosa. Críticas, disputas, comparaciones atrevidas: todo me enseñó a mirar más allá de lo evidente. Mi familia no creía en mí; me veían como una persona rara dentro de la estructura tribal. Piensen que todos mis ancestros vivieron de la supervivencia en el desierto, caminando largas jornadas para alimentar a los animales y buscar agua. Cuando les dije que quería dedicarme a la informática, se rieron de mí. —No sabes traernos el agua a la casa y vas a manejar esas cosas —dijo mi papá. Sin embargo, mi abuelo creyó en mí. Si no fuera por él, no estaría aquí, sino a millones de kilómetros, trabajando al sol calcinante.
Los juegos de la tribu con huesos de roedores eran el único entretenimiento al llegar la noche. Se reunían en círculo, arrojando tabas de rata gigante que formaban combinaciones y figuras que adquirían diversos valores. Las bazas que se podían formar eran infinitas. A veces no entendía cómo podían conformarse con sobrevivir y divertirse con un juego tan primitivo a la luz de una hoguera hecha con matojos y ramas de arbustos. De este singular oráculo surgió mi interés por las matemáticas y la lógica. No puedo quejarme de haber asistido a esas sesiones místicas cada atardecer, escuchando las historias y contemplando, embelesado, a Sannia bailar con sus amigas alrededor de la hoguera.
***
La nave vibra bajo mis pies. A través de la ventana, veo la estructura metálica de la base, cubierta de signos que no entiendo y que, de todos modos, nadie parece leer. El acoplamiento es violento; todos estamos descompuestos, frustrados, incómodos. Dejé mi planeta, el desierto. Ahora soy un joven que viaja por el espacio en busca de su futuro, entre las computadoras y el misterio del cálculo combinatorio que me enseñaron los huesos de ratones.
No sé si volveré a ver a mi familia. Sé que mis padres están resentidos conmigo. Sé que los extrañaré, como también a mis amigos y a ella, a quien aún imagino con su paso suave, danzando sobre las arenas del planeta.
***
Al poco tiempo de llegar a la Tierra me enteré de lo de mi familia.
Una coalición de Feres e Iglandia con algunos planetas menores —que solo se unían para evitar represalias comerciales— atacaron mi mundo. La destrucción fue total. Luego de eso y de que los problemas ecológicos se fueran apaciguando tomaron el planeta y fueron directo, sin disimulos, a lo que buscaban: las minas de litio. Así funciona el universo hoy en día. Nunca más tuve noticias de mis padres, de mi abuelo ni de los ratones del desierto. Tampoco de Sannia. Todo acabó. Sé que lloré un tiempo, pero no podía vivir sin trabajar. Me di cuenta de que los quería a pesar de haber huido a la Tierra para estudiar. El amor nos revela sus verdaderos intereses generalmente tarde.
***
El rostro se forma en la pantalla. Es una humana espléndida, posiblemente nacida en la Tierra y de sangre pura. Nada de linajes feresios o iglandinos. Terráquea a secas. Adhiere a la moda de vestirse como a finales del siglo XX, una costumbre que cobra cada vez más adeptos. Siempre lo antiguo resulta nostálgico y elegante.
La mujer lleva un pulóver rojo discreto y una minifalda que deja ver sus piernas en medias brillantes. Su cartera, hecha de cuero sintético en blanco y beige con apliques dorados que imitan una famosa marca del siglo XX, combina a la perfección con su vestimenta. No puedo evitar mirarla. Ella me devuelve una sonrisa agradable.
Dice que hasta el momento está muy conforme: me felicita por mi capacidad, pero también me señala algunos errores, manifestando que lo que ha pedido requiere una precisión fuera de lo común. ¿Cómo explicarle que lo más cautivador de esta profesión es detectar errores? Uno revive cuando se da cuenta de que domina una matriz inasible, virtual.
En la escuela nos enseñaron los orígenes de la informática, cuando la gente escribía palabra por palabra, códigos extensos que muchas veces solo lograban cálculos sencillos. Después llegó la automatización. Con la llegada del siglo XXI, la inteligencia artificial comenzó a programar por su cuenta, primero como ayuda y luego de forma autónoma.
A partir de allí surgieron las primeras restricciones y se empezó a exigir nuevamente que los programadores tuvieran conciencia basada en aptitudes biológicas: en síntesis, se necesitaban seres vivos y pensantes que examinaran los programas y los sistemas.
—Espere un momento y ya le muestro cómo va quedando esto —le digo—. Aunque está a una gran distancia física de mí, sentada en su despacho con esa computadora que imita un modelo del siglo XX, percibo algo que se cuela entre la distancia: una sensación de sosiego, de comodidad de estar con ella. Sigo trabajando, moviendo bloques completos de un lugar a otro, probando al instante qué es lo que pasa, perfeccionando el encargo de esta terráquea que se muestra respetuosa.
Me es imposible no pensar en mi abuelo con los huesos de rata en el desierto, cómo formaban imágenes y combinaciones en la arena. A veces, cuando trabajo, me imagino que los espacios de memoria son como esas tabas: se combinan de formas distintas para crear nuevas realidades. Termino, y ella está satisfecha. Me tomo el atrevimiento de decirle que yo también estoy contento, que me gusta mi trabajo, que me hace pensar en el orden del universo y en cómo nosotros, una minúscula parte, podemos modificarlo con un programa.
Mientras ajusto líneas de código, pienso en cómo su sonrisa, apenas perceptible entre los errores y la tensión, se ha vuelto un faro en la complejidad de mi existencia. Cada instrucción que recibe mi programa, cada corrección que hago, parece acercarme a ella, en un momento en que el trabajo y la vida personal se entrelazan sin permiso. Me doy cuenta de que no estoy simplemente resolviendo un problema: estoy aprendiendo a sentir de nuevo.
La mujer quiebra el silencio y lo que dice me deja helado.
—Como cuando mirabas los huesos de ratón formar figuras en la esterilla.
Veo en la pantalla que quita el filtro de voz, la aplicación que sirve para que cada uno de nosotros escuche en su propio idioma las palabras de los habitantes de cientos de planetas diferentes. Escucho hablar mi idioma a la perfección con todas las inflexiones y musicalidad de la gente del desierto. Las palabras cansinas de los buscadores de agua, el viento de la tarde arriando los animales rústicos, el canto de los pastores cuando se reúnen en la noche a hablar de las leyendas que durante miles de años han repetido casi sin cambiar de palabras. Esa mujer está hablando mi lengua a la perfección porque es de mi planeta.
—Tu mundo de programas y conocimientos ya fue concebido e incorporado a ti antes de tu nacimiento. Tu presente es solo la consumación de las ideas de tu gente, de tu sangre, de tus pares que te protegieron durante años con admiración y respeto. Sabían que algún día serías la memoria viva de todos. Pensaste que te odiaban pero no es así. Tu abuelo y tu gente permitieron que vinieras aquí a sumergirte en este laberinto de sentencias y códigos que tan bien dominas. Pero no lo estás haciendo solo, hay otros detrás de ti.
Me quedo por un momento mirando la pantalla. Ahora la mujer ha quitado los filtros de la aplicación y se muestra tal cual es, con su piel hecha para resistir el sol abrazador del desierto y los ojos rasgados y amarillos de nuestra gente. Jamás pensé que iba a volver a verla pero está ahí, delante de mí, en la pantalla.
—Te busqué por media Tierra— me dice Sannia.
Creo que me desmayo sobre la mesa.
***
El viejo, de piel curtida por los años y el sol, avanza despacio. La muchacha lo acompaña hasta un grupo de arbustos, apenas un destello de vida en el paisaje infernal. Nada es sin un porqué, piensa el anciano mientras juguetea con unos huesos que oculta entre las manos bajo la túnica. La chica sabe que es un hombre sabio, y que cada palabra suya es un tesoro de experiencias y conocimiento.
Con las últimas fuerzas que le quedan, el hombre se agacha y mira el sol rojizo que se esconde tras el horizonte. La noche llegará en minutos, vestida de aire frío y recuerdos.
—Siempre supe que él estaba destinado a vivir muy lejos de aquí. Sin embargo, lo siento cerca, como si nunca se hubiera ido —murmura, mientras arroja los huesos sobre una esterilla que la muchacha ha extendido sobre la arena. El anciano observa el dibujo formado por las tabas y se vuelve de pronto reflexivo, su rostro iluminado por una introspección que lo embellece. La chica lo contempla con admiración.
—¿Sabes una cosa? Él lleva consigo la tradición de su pueblo. Ese mundo irreal de sentencias y órdenes que da a sus máquinas tiene mucho que ver con la sabiduría de todos nosotros. Pronto no quedará ninguno de los nuestros. Lo soñé hace muchos años, cuando tenía la misma edad que él al partir. Soy su abuelo; lleva mi sangre y puse en él los recuerdos y vivencias de miles de individuos. Era el más preparado, por eso lo hice.
La muchacha asiente, embelesada por la puesta del sol.
—Si te quedas aquí, desaparecerás, y él quedará solo, sin contacto con nosotros. Un mercader de la ciudad partirá en unos días hacia el planeta azul, donde vive y se gana el sustento. Ya he hecho los arreglos para que viajes segura y seas bien recibida. No me animaba a enviarte por tu juventud, pero a veces la necesidad no distingue edades. Tú irás a buscarlo.
***
Concertamos un encuentro para dentro de poco tiempo. Está aquí en la Tierra. Necesitamos vernos, tocarnos y hablar de todo un poco. De nuestra gente, del destino del pueblo, de los desastres de la guerra. Sé que no estoy solo y que todo lo que programé en los últimos años contiene la esencia de mi pueblo. Ahora tengo un fin en el universo y es reconstruir la tradición a través de mi ciencia y del amor de Sannia.
El reencuentro con nuestra memoria ancestral será nuestro mejor programa.
Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina 31 de agosto de 2025
