Realidad subjuntiva

Florencio Cruz Nicolau Eymann

Especial para Eco Italiano

¿Por qué el viento? ¿Por qué?

Es como un paisaje que se mueve aun cuando parece quieto. Los carteles acompañan ese desplazamiento con un sonido conocido, el anuncio de una tormenta que —en horas— bautizará la ciudad con agua lustral.

¿Qué es lo que tiene el dibujito de la espuma de la cerveza, que parece trazar una historia sobre el vidrio? El logo de la jarra repite, en todas las mesas, el nombre iniciático que también figura, como en un altar, en los amplios vidrios de la vieja casona transformada en pizzería.

—¿Qué me tenés que decir de todo esto? —le pregunta el muchacho, que de pronto se acomoda con esfuerzo en la silla sin dejar de mirar, embelesado, las flores amarillas y rojas, grandes, agresivamente tropicales, que parecen sostener un principio de identidad en el vestido de la mujer que sonríe.

Es una sonrisa llena de luces: sus dientes hermosos contrastan con la piel de su mundo tropical e insular, cuyo nombre y precisión geográfica no interesan, porque caribeño o antillano han sido los epítetos preferidos durante años para referirnos a millones de personas distintas entre sí.

Las palabras hacen lo suyo. Un no sé qué de enredos literarios y unas lecturas que se van colando entre el sonido del viento y la mirada de la chica, como si fueran los mismos libros, al mover sus hojas, los que convocan a este encuentro.

Se apasiona el muchacho y mueve las manos, relatando un episodio vivido a través de las páginas que ambos frecuentan. El viento sopla repentinamente, como si los personajes comenzaran a aparecer detrás de los añosos árboles del boulevard. Árboles que fungen como los lares protectores de los bebedores de cerveza y los devoradores de pizza en la ciudad acalorada.

Los caños cromados brillan un momento mientras el muchacho los acomoda a su costado, apoyándolos con cuidado.

La chica escucha, embelesada, la historia recreada por la boca del joven, que se mueve como una entidad liberada del resto del cuerpo. Los brackets que asoman entre sus labios remiten a elementos salidos de un relato antiguo: guerras inentendibles, bellezas paladinescas; techos escamados de châteaux parisinos de Hugo y Balzac, y un mundo indefinido que ha decidido volar —sí, volar— en este viento de un verano temprano.

Una ráfaga la despeina ligeramente y, sin alterarse, recompone las trenzas con un movimiento de cabeza que deja ver la frente impoluta de ese ébano que se lustra y adquiere un brillo serpentino.

—Acuso —dice el muchacho—. Acuso, y lo digo con toda la fuerza que puedo sacar de este cuerpo maltrecho, de esta crisálida que no llegó a concretarse en un ser formado. Acuso sabiendo que fue la literatura la que me dio una libertad que el cuerpo no pudo. Estas piernas no saben moverse con gracia. Las palabras, sí.

—Sin el poder de la palabra no podríamos ser nada: ni vos ni yo, ni tu gente ni la mía. Vos sos el triunfo exacerbado de un grupo de desposeídos, de castigados por la miseria impuesta por los poderosos de un continente en decadencia. Yo soy el producto del pecado perpetrado por mi gente.

El chico se acomoda nervioso en el asiento antes de continuar con su discurso.

—Pero juntos nos encontramos en esta isla de palabras: vos, un indicativo visceral, poderoso; yo, tu subjuntivo, tu seguidor fiel. Las flores que pintan tu vestido son nuestra alianza de corazón y de palabras.

La muchacha, ahora con la cabeza inclinada hacia atrás, deja anidar en su rostro una seriedad ancestral: la mirada de una persona que son varias a la vez. El mundo que sostiene esa existencia es colectivo, un organismo gigante que siente a través de todos sus representantes, dispersos por la faz de la tierra, lejos de su lugar de origen, donde el fuego primigenio los dio a luz.

Sí, luz: esa es la palabra.

Una imagen se enreda entre los pensamientos desordenados de la joven mujer, que ahora recorre con el dedo el borde de una de las flores de su vestido, hasta detenerse en un escarabajo minúsculo que camina sobre la tela: un bichito negro, reluciente.

¿Qué es? ¿El viento borra las ideas? No sabe si lo está pensando o si alguien se lo dicta.

El muchacho se percata entonces de la existencia del insecto: ve la mano de la joven, inmóvil, y la mirada concentrada con que lo acompaña.

—Es como ese bicho que tenés ahí en la mano, amiga mía —dice—, dando vueltas sin saber muy bien para qué existe. Así es, muchas veces, la creación literaria: un camino sinuoso que no lleva a ninguna parte.

Y sin embargo —o por eso mismo— ahí es donde yo quiero estar: perdido entre palabras que me obligan desde hace años, buscando un encuentro con quienes vinieron antes… con los que todavía leen.

Ella deja que el escarabajo avance hasta el borde de la flor bordada. No lo aplasta ni lo ahuyenta.

—Capaz que no quiere llegar a ningún lado —dice la chica ensimismada—. Capaz que ya está.

El muchacho se acomoda en la silla, inquieto.

—Porque nosotros mismos somos una historia leída por alguien. Alguien que puede cerrarla… o seguir escribiendo. Tal vez seamos eso: el producto de un escritor perdido que escribe sin parar porque no sabe cómo terminar. ¿Te das cuenta?

Las hojas empiezan a moverse repentinamente en el viento que cobra fuerza. Se escucha el sonido áspero, rasante, de una caja de cartón escapada de la basura de un supermercado vecino, arrastrada por la calle por una ráfaga.

El llamador de ángeles del bar, colgado como un atractivo entre las ramas frondosas de uno de los árboles, se vuelve un delirio sonoro: los cilindros chocan entre sí, unidos a una circunferencia metálica, y todo el conjunto golpea contra una rama. Es una sinfonía de misterio, un último intento desesperado del instrumento por convocar a algún ángel, al precio que sea.

La muchacha empieza a reacomodarse en la silla, como indicándole al muchacho que sería bueno irse, o al menos entrar al bar, donde ya hay gente ocupando las pocas mesas que estaban vacías.

—Acuso —dice ahora el muchacho, con una voz más fuerte, que se deja oír entre las mesas vecinas—. Acuso que la literatura es mi sistema y mi camino, la única salida válida que me lleva adonde mis piernas no pueden. Los libros son el templo de una belleza eterna que no logró manifestarse en el despojo de mi cuerpo, aunque sea una vanidad decirlo.

Mis palabras y las tuyas son la obra que todavía no puedo cerrar. Vos —y los tuyos— saben lo que es hablar desde la herida. Cuando viniste acá… no esperabas encontrarme, ¿no? Decime… ¿te defraudé?

Deja caer las muletas y se lleva las manos al rostro. Llora. Llora como nunca lo hizo en su corta vida, con una cadencia infantil, como un chico que se despierta y no encuentra en la habitación a su madre. Llora con rapidez, como si no quisiera perder tiempo en algo que no vale la pena prolongar.

La muchacha se levanta de golpe mientras la gente a su alrededor se refugia bajo el alero del bar. Toma su bolso, se acerca al muchacho, recoge las muletas, lo ayuda a calzárselas en los antebrazos y lo levanta con cuidado, con un amor desconocido para ambos.

La gente los mira: algunas sonrisas, algunas miradas graves.

Cuando ya son los únicos en la vereda, ella le toma la cara entre las manos y lo besa.

—Vení, mi amor, entremos ya… mirá que se larga y te vas a mojar de balde.

La chica camina despacio para acompañar la cadencia de las pequeñas piernas del joven. Algunos que ya pagaron de apuro han conseguido taxi y se van a casa, a seguir la noche allí. Otros apuestan a quedarse adentro y tomar alguna cerveza más, aunque sea de parado.

—Si te vas solo, te vas a hacer un lío con esas muletas. Vení a casa, que está cerca.

Los ojos de la chica brillan desde arriba, como una diosa africana de nombre impronunciable.

—Sí, sí, dale, te estaba por pedir eso —dice el chico, sonriendo.

—Esperá un poco, que me pinto los labios.

Al acercarse a un taxi que se detiene, las muletas escriben las primeras palabras de una historia de amor en potencia, sazonada de viento y letras.

En la vereda queda la última mesa, con un escarabajo caminando por el borde.

Florencio Cruz Nicolau

Paraná, Argentina, 18 de diciembre de 2025

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