Un rinoceronte en Venecia

De Florencio Nicolau

Un rinoceronte en Venecia

Especial para Eco Italiano

Una persona importante proyecta ver un rinoceronte.

Sale a la media mañana de su casa en Venecia y mira al cielo para ver cómo va a estar el tiempo. Al bajar por la escalera de mármol y mientras los lacayos, ayudantes y demás miembros de la comedia (de la cual él es uno de los principales protagonistas) se desviven por adularlo y servirlo, piensa en que aspecto puede tener un rinoceronte. Se arregla la capa mientras sostiene el bastón laqueado con la mano derecha y le sobreviene a la mente la figura de un animal que vio alguna vez en un libro muy antiguo de su padre (no, de su abuelo Amilcare, ahora recuerda). Sale, mira las columnas de la loggia y evoca nuevamente la imagen borrosa de ese rinoceronte grabado en una xilografía de más de un siglo atrás cuando las primeras bestias de esa calaña dejaban—por obligación— las costas de África y se dirigían a través del mar a llenar de asombro a la gente del continente.

 La persona importante sube con dignidad a la góndola y le da al lacayo algunas directivas en voz de mando, casi militar, si bien el jamás ejerció las artes de Marte. Lo suyo son los negocios, el oro, piedras, telas, vanitas vanitatum et omnia vanitas

 Se sienta en el bancal de la nave adornada hasta el ridículo y le recuerda el destino al gondolero. Solamente una formalidad porque toda la casa sabe desde la tarde anterior que ha llegado un barco a la Serenìsima y ha traído un animal de extraña forma y costumbres ajenas al mundo cristiano. Dios no se ha esmerado en su creación y en algún que otro lugar ha dejado algunos ensayos a medio hacer o de dudosa calidad tanto material como moral.

 El sonido de las monedas cayendo en los platillos de la balanza la noche anterior se anida en su memoria como una imagen imperecedera, algo con un dejo de eternidad. Los negocios exitosos son como mariposas exóticas. Acciones vendidas en tiempos oportunos, informantes calificados que corren por las recovas de los banqueros que escriben a mano firme números en columnas y renglones con plumas de ánsar y cotejan las cotizaciones que traen los alcahuetes profesionales de la plaza y el puerto. Recorre el canal mirando las casas señoriales de los ricos más importantes de Italia y el mundo. Las fachadas de aspecto oriental y ecléctico que recuerdan las relaciones de la Serenìsima Repùblega con el mundo musulmán. Cuando el dinero corre como ríos, la fe pasa a ser un asunto secundario.

¿Qué es esta ciudad de agua y puentes sino una puerta hacia la eternidad? Los negocios han conformado esta geografía de cristales de Murano y de canales malolientes, de ventanas de extraña factura y de bibliotecas ingentes que albergan en sus anaqueles todos los mundos del mundo. Para construirse a si mismo fue menester destruir. Construir es destruir. Es un hombre de riquezas insondables, respetado y temido en esta ciudad de oro que hace los mejores negocios con el Asia, Europa y ahora, con la lejana y desdibujada América.

 Uno de estos negocios, que le dejó beneficios impensados, le ha permitido formar parte de los accionistas que trajeron al rinoceronte a la ciudad para  exponerlo como un espectáculo público ante el asombro de los ciudadanos ávidos de la belleza de lo exótico. Mujeres cubiertas con antifaces y caballeros luciendo pelucas empolvadas y brocados que buscan salir del tedio y el lujo observando un prodigio de la naturaleza. Tal vez su razón de vivir, piensa, sea recuperar para la gente el paraíso perdido.

 Desciende con parsimonia y altivez de la góndola y se dirige, rodeado de su séquito, hacia el improvisado recinto donde se encuentra el animal llegado de otro continente. Es un momento extraño en el que ambos, capitalista y bestia, se miran un momento a los ojos. Ese rinoceronte que nunca vio en su vida sino a través de libros y de figuras está al fin delante de él.

 El animal es un fenómeno, una especie antediluviana. Dios ha hecho a la naturaleza para deleite de su mejor creación, el hombre, piensa el noble sonriendo con seglar suficiencia. Buscamos en la observación de estos seres nuestro poder. ¿Pretendemos de esta manera recuperar —no exentos de sentimientos de culpa por habernos disgustado con la naturaleza—, un nuevo Paraíso? 

De repente en el medio de la calle ve una figura pequeña, un montón de harapos que parecen surgir de las piedras de la calzada. No hay gente, todos han desaparecido sin dejar rastro. La persona importante mira extrañado a su alrededor percatándose de la disminución del sonido. Es una mujer en su mediana edad, llorando desconsoladamente en sollozos apenas audibles. Sus ropas están manchadas de sangre fresca que cae sobre los adoquines.

 Es la sangre de todos los marineros que llegaron a África, la sangre de los cazadores que rodearon al animal, la de los hombres, mujeres y niños que esclavizaron esos mismos marineros. Es la sangre del dedo amputado del cuidador borracho una calle de Venecia.  Es la sangre de  los exiliados del paraíso.

 La persona importante busca desesperadamente el aire que no llega a sus pulmones y siente el ritmo de un corazón que desfallece entre las miradas de ojos desesperados de su séquito porque saben que es adinerado y les puede prodigar  favores a ellos a sus hijos y a sus nietos abriéndoles las puertas en los palacios de la ciudad y permitiendo así que entre en sus bocas la comida necesaria para la supervivencia en este valle de lágrimas del cual nadie puede escapar, ni siquiera una persona importante que busca el paraíso perdido en un animal foráneo que cautiva la imaginación y el entusiasmo de los habitantes de esta ciudad de aguas y puentes de puentes y aguas como la que el hombre importante siente en la entrepierna mientras cae de rodillas con las manos en el corazón.

 Nunca hubo un paraíso perdido. Los que andamos medio perdidos somos nosotros, se dice a sí mismo. Los esbirros sacan a golpes a los curiosos que miran el cadáver de la persona importante, boca abajo, sobre el adoquinado.

Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 11 de mayo de 2024

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