Florencio Cruz Nicolau Eymann
Especial para Eco Italiano
Hija de un tiempo sin calendario y del color del cielo lejano de su tierra, Kaira creció entre montañas, rodeada de animales y sembradíos, con escasa instrucción y una niñez marcada por el aislamiento. Su belleza, sin embargo, era tan luminosa como inesperada en aquel entorno agreste. Al llegar a la adolescencia, sabedora del poder que ejercía su presencia, decidió abandonar su terruño y dirigirse hacia las tierras donde habitaban los poderosos. Allí, en los márgenes de la corte, ofreció su cuerpo como medio de subsistencia.
Convertida en cortesana, Kaira no olvidó sus orígenes y regresó a la aldea para llevar ayuda a sus familiares. Pero las malas cosechas y los designios divinos hicieron caer el hambre en el país. Los líderes del pueblo decidieron buscar fortuna y sustento en otros horizontes.
Armados de hierro y soberbia, la suerte favoreció a esa gente que arrasó las tierras que consideraba enemigas.
Kaira, que había acompañado al ejército prestando su oficio, entró asombrada en la capital, contemplando sus calzadas y recintos de piedra blanca. Nunca había estado —ni siquiera lo había soñado— en un lugar semejante.
Los mercaderes y vendedores ambulantes cayeron bajo el filo de las espadas, pues los soldados mataban por diversión. Algunos príncipes del senado y funcionarios fueron respetados por su capacidad de proveer riquezas. Esa es la ley de la vida.
Cuando la urbe cayó —de columnas sin sombra, de pórticos de mármol y trípodes adornados con dragones y quimeras—, la mujer entró a mirar, boquiabierta, las aras sagradas, descalza y con el silencio como única protección.
Recorrió los pasillos con un embeleso que desconocía. El temor místico suele servirnos como senda para encontrarnos a nosotros mismos. Los ídolos parecían observarla desde una eternidad asombrosa, como si los dioses se ocultaran tras el mármol, la malaquita y el pórfido, piedras caras a los gobernantes que pretendían ser divinos.
De pie en la nave central, flanqueada por columnas ciclópeas, sintió manos rudas que la redujeron y arrojaron al suelo. La osadía de penetrar en lugares sagrados, si no se pertenecía a la casta de dioses y gobernantes, podía pagarse con la vida.
El ejército invasor la traicionó y la entregó a los esbirros del culto, que ya habían negociado con los invasores. Una prostituta servía bien de ejemplo y resultaba provechoso encarcelarla por haber ingresado sin permiso en un recinto sagrado.
Así quedó bajo custodia de la jerarquía sacerdotal, que mantenía su propio sistema de castigos y prisiones junto a las figuras deificadas.
Allí, en el fondo de un nicho, conoció a Elario, uno de los ancianos consejeros de la ciudad vencida. Los invasores respetaron su vida por su posible conocimiento de los lugares donde se ocultaban riquezas, y lo entregaron a los guardianes del templo. Así, Elario y Kaira —dos seres disímiles, señalados por bandos opuestos— hallaron un mismo destino.
En aquel encierro, perfumado de humedad e incienso acumulado durante siglos, la mujer contempló al extraño. Su porte señorial no había menguado con la prisión; al contrario, la desgracia acentuaba su nobleza y su aire introspectivo.
Elario la miró y, con intuición inmediata, descifró su condición.
—No debes sentir vergüenza ni pena —dijo con voz grave—. Estamos hechos de la misma materia. Algún día seremos nada otra vez, y hoy apenas somos algo más que eso. Se te ve aún joven, pese a la vida que has llevado. Tus ojos revelan que has visto bastante del mundo como para desconfiar. Y la desconfianza… es la base de la sabiduría.
—¿Desconfiar de qué? —preguntó ella, siguiendo las arrugas de su rostro, que parecían un mapa de tierras remotas donde acaso existieran templos verdaderos.
Elario alzó apenas las manos encadenadas.
—De estas piedras, de sus ídolos. De las mentiras de los sacerdotes y de sus plegarias fingidas, que solo sirven para enriquecerse con el oro vacío. Solo hay un Dios, Kaira… y no habita en este templo.
Ella se estremeció. ¿Cómo conocía su nombre? Pensó en hechicerías, en artes secretas, en fuerzas invisibles capaces de atravesar muros y cadenas. Por primera vez comprendió que aquella celda no era la única prisión: existían mundos dentro de otros, y este era solo una de esas cajas, la apenas visible.
—Hace mucho —continuó el senador— vino a estas tierras un profeta. Hablaba en metáforas oscuras que cautivaron al pueblo. Predicaba un mundo por venir, un orden nuevo que daría consuelo a los que habían sufrido en vano. Su infancia fue una cosecha de dolores y frustraciones; decía haber aprendido todo de su madre, una prostituta de origen incierto. Tal vez por eso sintió un natural apego por los humillados y los ofendidos.
Kaira olvidó por un instante las cadenas que atenazaban sus miembros y escuchó el relato.
—El profeta recorrió muchas regiones —prosiguió Elario— y en pocos meses reunió numerosos seguidores. Murió asesinado por designio de los sacerdotes de la antigua religión, que vieron en él un enemigo del orden establecido. Con el tiempo, sus ideas se convirtieron en las oficiales: la doctrina que hoy nos oprime a ambos. Lo que había nacido como revelación terminó en dogma, protegido por premios y castigos injustos, donde la tortura tenía su sitio.
El senador bajó la voz.
—El tiempo es un ciclo perpetuo de historias y de dolores. Donde hubo guerra, la habrá de nuevo. Donde floreció el amor, volverá a florecer y a marchitarse, dejando las semillas de otro. Es una ley del universo que nuestras mentes, prisioneras de conceptos y tradiciones, no pueden concebir.
—Tus palabras son extrañas —dijo Kaira—. Soy una mujer humilde y solo entiendo de cosas simples: el alimento, el techo. Tu sabiduría escapa a mi cabeza. Sin embargo, hay algo en ti que me atrae infinitamente.
Elario la miró con una expresión que parecía anticipar esas palabras.
—A veces conocemos las respuestas antes de formular las preguntas —murmuró. Guardó silencio un instante, midiendo el peso de lo que iba a decir—. Antes de morir, el profeta pidió ver a su madre.
El senador alzó la vista, como si contemplara algo en su interior.
—Era una mujer ya entrada en años; sus ojos guardaban el cansancio de muchas noches en vela.
Kaira sintió un malestar que le subía desde el estómago. Había algo en aquel relato que le producía una angustia profunda.
—¿Y su nombre? —preguntó.
—Ya lo sabes —respondió Elario—. No hace falta decirlo, ni cambiaría nuestra historia. El silencio los envolvió. Elario, al verla pálida, comprendió que no debía añadir más.
—No hay más tiempo que el que concebimos con nuestras mentes falibles. El universo es una masa informe, sin antes ni después. El hijo que has de concebir será tu carcelero.
Kaira, hija de un tiempo sin calendario y del color del cielo lejano de su tierra, cerró los ojos y apoyó la frente contra el muro. Comprendió que no siempre se castiga al que profana una religión, sino también al que la engendra.
Paraná, Argentina, 9 de octubre de 2025
