El imprevisto Lobachevski


Florencio Cruz Nicolau Eymann

Especial para Eco Italiano

El jardín de Irina se extiende detrás de la casa y se funde con el paisaje. La finca está rodeada de una hermosa arboleda. Fue lo primero que decidió preservar: la esencia de quienes la habitaron durante generaciones sigue aquí, pensó el día que la compró.

Descendiente de rusos, cultiva girasoles como simple ornamento. La conectan con un pasado que no vivió, salvo a través de los cuentos de su abuela: historias de aparecidos en dachas y relatos del campo que la cautivaron de niña, escuchando a la anciana de ojos metálicos.

También, en la boca de la vieja se anidaba la historia del viaje: el recuerdo de una inmensa casona en Moscú, una noche apenas, antes de partir hacia un destino impreciso, tomar un barco y arribar aquí, a su nueva realidad.

Un día la abuela se sintió mal al levantarse y decidió morirse.

—Irina, hoy me voy. No olvides portarte bien con las plantas y los animales. Fueron puestos en la Creación para que los cuidemos, no para maltratarlos.

Esa misma tarde la llevaron a un sanatorio complejo y costoso, donde falleció.

Desde entonces, Irina sigue las recomendaciones de su abuela con la convicción de que sostener el instante es la forma más segura de ser eterna. Cada mañana, en esta época del año, prepara la manguera. El verano empieza a insinuarse y anuncia un calor que pronto se volverá implacable.

El arco iris que se forma entre las gotas y el siseo del chorro a presión son para ella una oración matinal: una invocación dirigida a una deidad pagana, de aspecto desconocido para la mayoría de los mortales.

No es poesía, piensa Irina.

Una siesta, hace pocos años, mientras observaba los girasoles y las portulacas, creyó oír palabras flotando en el aire. Las dejó pasar. Tiempo después volvieron, más claras. Eran, sin duda, las palabras de una mujer. No logró comprender el mensaje, pero reconoció el sonido: lo había oído en series y películas, y también, de niña, en la boca de un tío suyo.

Las palabras estaban en una lengua eslava.

***

Es casi perfecta.

Rodeada de otras que parecen similares —sí, sí—, pero esta alberga la esencia, la idea de todas las demás. Está ahí, redondita al principio, y luego, a medida que cae, se va deformando en figuras difíciles de determinar a primera vista.

Piensa en la cantidad de curvas que existen, abiertas y cerradas, con nombres propios: el folium de Descartes, la concoide de Nicomedes, la cisoide de Diocles, la lemniscata de Bernoulli, el óvalo de Cassini, la clotoide de Euler, la bruja de Agnesi.

La forma empieza a acercarse peligrosamente a una de sus hermanas y, en un instante, la proximidad es tal que la fuerza capilar termina por unirlas. Lo que era singular se vuelve parte de otra cosa: una nueva entidad, distinta, que conserva apenas un resto de la esencia original.

El tren que se dirige a la universidad va lleno a esa hora de la mañana. Personas envueltas en abrigos se apiñan para combatir el frío persistente de la estación. La semana pasada se suspendieron las clases por la nieve; ahora el tiempo ha dado una tregua, leve, suficiente.

Las aulas del viejo edificio son su refugio, un lugar que pertenece, sentimentalmente, a la familia desde hace años. Su tío abuelo dio clases de Matemática en esa facultad antes de tener que dejarlo todo repentinamente, tras tomar una decisión de la que dependía su vida. Eran días en los que la muerte se escondía en los objetos y en los pensamientos más extraños.

Ellos se salvaron en un país americano, lejos del campo y de las reuniones familiares. Nosotros —piensa Sofía— nos quedamos, y eso marcó la diferencia. Poco sabe de sus parientes exiliados. Nunca nadie habló demasiado del asunto; vaya uno a saber por qué.

La gota vuelve a caer por el vidrio del tren hasta depositarse como una fina película de aguanieve en el borde inferior de la ventanilla.

Llega, camina por el jardín de la facultad cubierto de aguanieve y se dirige a su curso.

—¿Cuántas formas matemáticas existirán aún que no conocemos? ¿Cómo se comportarían estas gotas y otros objetos en un universo de geometría no euclidiana, como el concebido por nuestro compatriota Nikolái Lobachevski? Una geometría que se desprende de la euclidiana y de la esférica para transformarse en una geometría hiperbólica, donde las superficies adoptan la forma de una silla de montar.

A veces, para explicárselo a los alumnos, lleva un tubo de Pringles y saca una papa frita, con la característica doble curvatura que la conforma y que hizo famosa a la marca.

—Esta es la forma del universo de Lobachevski.

Los alumnos ríen y celebran el talento de la joven profesora, a quien admiran. Más de uno la ha buscado desesperado algún sábado por la noche en una discoteca de Moscú.

Sofía no sale. No hace vida social. Habla con los girasoles que tiene en las macetas de su departamento.

—Recuerden que para Euclides la suma de los ángulos de un triángulo es de 180°. Para la geometría esférica, esa suma es siempre mayor. Para Lobachevski, en cambio, la suma es menor y además —escuchen bien— por un punto exterior pasan infinitas paralelas a una recta dada. Extraño, ¿no? En ese universo, líneas aparentemente paralelas para Euclides pueden divergir rápidamente, creando la sensación de que cosas que están juntas estén muy lejos y de que, al desplazarnos por esa línea, lleguemos a lugares difíciles de imaginar.

El curso entero está embelesado por la explicación. La chica de la primera fila mira impertérrita, con esa expresión que solo las rusas saben adoptar en estas situaciones.

Sofía se dirige al escritorio y mira hacia la ventana, donde nuevamente empiezan a formarse gotitas de agua. Está lloviznando otra vez. Se da vuelta y camina hacia la amplia pizarra de plástico blanco. Toma el rotulador negro y el rojo y traza una serie de curvas con una prolijidad envidiable, una tradición que Occidente ha perdido. Luego plantea una ecuación para explicar las diferencias entre las tres geometrías.

Y el sonido está ahí. Es indiscutible que lo escucha, que lo siente. Es unívoco: una música muy difícil de confundir, uno de esos efectos sensibles que asociamos de inmediato con el fenómeno que los produce. Pero el problema es que no puede creerlo. ¿Qué hace esto en este lugar? No puede estar aquí.

Deja los rotuladores y se da vuelta de inmediato, entre indignada y asombrada.

—¡¿Quién demonios está jugando con una manguera abierta?!

No hay respuesta y el alumnado se mira entre sí. La chica de la primera fila ahora se tapa la boca para reírse. Sofía la mira con la boca abierta y la alumna deja de hacerlo.

Sofía vuelve a mirar la gota de agua en el vidrio. Se acerca hasta quedar a centímetros del círculo y observa. Juraría que hay un girasol en el centro.

Se retira hacia atrás, alejándose del ventanal. El sonido cesa.

Durante un segundo nadie respira. Alguna tos y el sonido de un bolígrafo que cae al piso devuelven la escena a una realidad que se había fugado por un instante.

Sofía vuelve a la pizarra. No borra lo que había escrito. Toma el rotulador rojo y, debajo de la ecuación, traza hábilmente una serie de curvas que conforman la silla de montar de Lobachevski.

—Perdón, esto no estaba en el programa.

***

Irina escucha desde la cocina You Don’t Own Me, de Lesley Gore. Es una lista de reproducción de YouTube que suena desde la computadora. La canción le pone una extraña melancolía al jardín, con los girasoles de varios colores y variedades meciéndose al sol. Siempre le llamó la atención la voz de Lesley Gore: una mezcla de amante melancólica y de nena que llora porque se le rompió la muñeca. Nunca somos la misma persona a la vez: conviven en nosotros infinitos universos.

Conecta la manguera y va a ver al duende del jardín, como siempre se dice a sí misma cuando se dispone a regar las plantas. En realidad, vengo a hacer un arcoíris, piensa, sonriendo. La presión de la casa es muy buena: surge un chorro que forma de inmediato un hermoso abanico de siete colores, que en realidad son muchos más. Están los colores intermedios que no podemos distinguir, pero también los colores de los recuerdos que traen a la mente.

Las gotas de agua cubren todo el jardín y el sol juega haciéndolas brillar de infinitas maneras. Irina se sienta a mirarlas, embelesada por la belleza de esa imagen que nunca se cansa de contemplar mientras medita.

Los árboles de álamos le ponen su música particular: ese murmullo de multitud que les da su nombre latino, Populus, gentío, por el sonido que hacen sus hojas al moverse, como el griterío lejano de un circo romano. Un árbol que alberga a muchos en uno solo,piensa Irina.

La sensación de la música y de las palabras de la chica que asegura que no pertenece a nadie contribuye a crear una mística del jardín que hoy, en este comienzo de estío, parece más fuerte que nunca. Las aves cantan raro, como acompañando la canción, pero también como augurando algo. Irina desea fervientemente que este día, en el que está sola —todos se han ido a la ciudad—, pueda ser el del encuentro con el duende del jardín.

La naturaleza me rodea y yo la acompaño. No me pertenece. No soy dueña de nada, ni de los sueños de nadie; no soy quien para indicarles a las personas qué deben hacer. A veces lo lejano parece cercano y seres que han estado juntos toda su vida se vuelven diferentes y terminan peleando. El secreto es encontrar las intersecciones: líneas de vida que puedan cruzarse y generar algo nuevo, mayor que la suma de las partes.

No soy dueña de nada, acompaño. You don’t own me, declara Lesley desde la casa.

Los pájaros se callan. El gentío del álamo se ha llamado a silencio. No hay más música.

Irina ve, entre los girasoles, a una chica con un pañuelo en la cabeza y un vestido colorido adornado con flores, de una tristeza impropia para su edad, unos doce o trece años. A su lado hay una mujer joven y bella, vestida como en la actualidad, que sostiene un rotulador rojo en la mano y la mira, sorprendida.

La escena dura un instante y todo vuelve a la normalidad.

Lesley Gore sigue cantando y los álamos la aclaman. Los girasoles escuchan, encantados.

Desde las ventanas de un aula de una facultad de Matemática, la profesora y los alumnos contemplan, emocionados y riendo, un imprevisto arco iris.

Ha dejado de llover sobre Moscú.

Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 27 de diciembre de 2025

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