Florencio Cruz Nicolau Eymann
Especial para Eco Italiano
Maruca pasa, como siempre, con el perro, y me da la noticia.
—Murió el Negro. Un síncope, parece.
—¿Su madre…?
—Sí, ya le dijeron. La llevan a lo de unos parientes para que no quede sola. Noventa y pico ya. Lo cremaron, me dijo la sobrina.
Maruca se aleja, charlando con el perro inquieto. La luz crepuscular me amortaja la cabeza y los sentidos. No veremos más al Negro.
En pocos minutos repaso todas las historias que vivo con el Negro. Veo al niño rústico que no termina la escuela porque sus familiares lo decretan bruto; los partidos de fútbol en la calle con esas pelotas de plástico que se destruyen a la tercera patada. Las escondidas entre los pasillos vecinales y las últimas huertas del barrio, recuerdos del descampado que alguna vez fue.
Con los años, el Negro lleva una vida sencilla, lejos de los festejos académicos, de las colaciones de grado con discursos y lágrimas actuadas, de los viajes y las experiencias que nosotros —los de clase media— creemos importantes. Ahora es un muerto más, un cadáver ceniciento dentro de un ataúd estándar esperando turno en un crematorio.
Es difícil reunir todas las vivencias cuando alguien se va de golpe. Lo veo los últimos días. No está enfermo, sale a la calle sin destino, con su ropa informal que le da un aspecto adolescente a sus sesenta y pico.
Hijos, ninguno conocido; pareja, jamás. Después de jubilarse en la municipalidad se dedica a hacer una de las cosas más deseadas por los humanos aunque no la confiesen: nada.
Evoco la figura del Negro caminando por la vereda en una tarde de calor intenso, con el sol calcinando las baldosas mientras los vecinos presentan batalla a la canícula armados con ventiladores ruidosos. El verano no es solo una estación en la ciudad, es un estado de ánimo que se cuela en la mente. Y vos, Negro, caminas por la estrecha sombra que proyectan los tapiales, intentando acomodar tu cuerpo voluminoso a esa franja de frescor.
Parece que empezás a desaparecer poco a poco. Primero te vemos unas pocas cuadras después de salir de tu casa, luego menos. Al final, cuando das la vuelta a la esquina, ya no estás. Tu desaparición es gradual, como si nos prepararas, a los pocos que te prestamos atención, para que llegue el día en que solo queden añicos de tu recuerdo.
Ahora, mayo asoma en la entrada de la calle, con una brisa fría que anuncia el cercano invierno entre lloviznas otoñales. La tarde está presente con el sol dándonos de lleno en los ojos, molestando a los automovilistas que regresan del centro hacia el barrio. Venís mirando hacia el oeste, por eso sé que cuando nos cruzamos apenas me ves. Da igual no me saludás. porque no tenés la costumbre, como si toda la comunidad que te rodea fuera parte de vos, un paisaje que se mueve conforme avanzás con tus pasos raros, desacompasados.
Sé que tenés un televisor enorme, Negro. Tus únicos lujos son las zapatillas caras y mirar la tele en la cama. ¿Cuánto se puede disfrutar de una vida sin amor, experiencias, logros, gustos materiales, comidas novedosas, autos, jardines? Cuando se tiene a uno mismo, se prescinde de todo eso para estar bien.
¿Qué necesidad tenés de dar explicaciones? Tal vez tu mayor lujo sea ese: no dar explicaciones a nadie. Cuando no estás en ningún lado y en todos, no hace falta. Quizás somos nosotros los que debemos explicarte nuestras angustias, fracasos, vanos intentos de trascender. Una vez muertos, somos pronto olvidados.
Te encuentro bajo los árboles de la plaza grande, en una de las mesas con tablero de ajedrez hecho de mosaicos de colores, donde los jubilados debaten sobre el gobierno y leen el diario. Estás sentado al costado, solo como siempre, me mirás y me reconocés, pero cumplís con la formalidad de no saludarme. Te ha crecido el pelo desde la última vez que te ví y lucís una mata revuelta, entrecana, rebelde, peinada a contrapelo y lavada con champús baratos de supermercado.
¿Qué pensamientos ancestrales anidan tras esos ojos? Imposible descifrarlos. Sos un mazo de cartas, un conjunto de personajes guardados en su cajita de cartón, y al barajarte, nunca se sabe qué figura saldrá. A nosotros nos pasa igual: nunca sabemos qué figura somos en el juego. Hoy un cuatro de copas, mañana el as de bastos. A veces un comodín —un bufón de colores desalineados— haciendo un castillo de naipes.
Paso al lado del grupo camino a la casa de un compañero de la facultad. Es época de estudiante irresponsable, de soñador, de cultor del ocio creativo. Es el tiempo de la juventud. De repente te levantás sin apuro y, por primera vez en la vida, te acercás a mí. Me mirás con ojos penetrantes, la piel oscura brillante y la barba incipiente. Vestís ese buzo de un club de rugby extranjero que te trajo uno de los chicos del barrio desde Europa, pantalones cargos camuflados y zapatillas de buena marca. Lejos del barrio, me percibís como uno de los tuyos y querés mostrar que, digan lo que digan, sos parte de un mundo al cual ambos pertenecemos. Me decís algo inentendible, en ese idioma que solo vos y tu madre hablan. Sonreís y volvés a sentarte. Siento que Dios quiso hablar conmigo y yo no comprendo su lengua, indigno de ser el beneficiado por una revelación misteriosa.
¿De qué sirve no recordar que desaparecen cosas en el barrio? Bicicletas, juguetes, algunas macetas con flores. ¿A quién reclamarle cuando nadie vio adónde fueron? ¿Arruina mi vida o la de otros la falta de esas cosas? Con el tiempo, entendemos que son complementos de la vida, no la vida misma. Tal vez, Negro, sos un demiurgo enviado por el Creador para enseñarnos eso, un maestro del arte de la ausencia: la propia y la de las cosas que hacespasar a un plano de inexistencia, mientras te paseas inocente, mirando hacia abajo, tranquilo.
Aparecés al otro día con cara de recién despierto rumbo a la panadería de la esquina a comprar las especiales y las facturas. Después te metés en la pieza a mirar la tele en tu mundo incierto, sin testigos, dejándote llevar por series que transcurren en lugares irreales como Nueva York o Los Ángeles.
Ahora que estás muerto vos salís para algún lado y yo me quedo un rato. Pensar que somos casi lo mismo, Negro: cenizas en acto y potencia respectivamente y por la Gracia de Dios.
Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina 23 de agosto de 2025
