Los agonistas de Orvieto de Florencio Nicolau

Los agonistas de Orvieto

Especial para Eco Italiano

La sombra en las naves de la iglesia son las que Dios, en el día de la creación, separó de la luz. Los planetas brillan en el diáfano cielo de invierno sobre Orvieto y dan signos a los hombres para poner orden y regular la vida sublunar. En Adán y Eva que se proyectan, en la luz y la sombra, en la resurrección de los muertos, está omnipresente la mano de Dios que modela y da vida a sus criaturas para que lo alaben.

La capilla reproduce las múltiples manifestaciones de Dios en un despliegue de formas y colores recordándonos que el creador lo contiene todo y está en cada una de sus criaturas. ¿Quiénes son esos seres alados de torvas miradas y sonrisas de ultramundo que ultrajan las carnes de los pecadores? ¿Quién es el demonio que se esconde detrás del ser de ojos vagarosos que pretende emancipar a la humanidad de sus dolores con falsos discursos? Perdularios y vagabundos claman por el nuevo juez, el barbado que se deja acompañar por el diablo mismo.

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Vuelan los demonios sobre la ciudad de Orvieto en una danza voluptuosa que llevan a cabo junto a sus víctimas. La noche cae en la ciudad y al pie de la montaña se escucha la plegaria desesperada de los lobos. El creador de cuadros ve esas figuras en su cabeza y busca sacárselas de encima porque su presencia es acuciante. Día y noche sueña con ellas. Tal vez un lugar santo sea el lugar predestinado para encerrar a esos seres maléficos en una reclusión eterna que obre, asimismo, como un recordatorio de su existencia.

El anticristo predica en la plaza sobre un plinto. Un demonio lo aconseja detrás susurrando un discurso falaz para los escuchas que necesitan que alguien les diga algo. Es tiempo de confusión y de arrepentimiento, de consagración de falsos ídolos, de necesidad de escuchar algo. El anticristo cumple su función de tomar a la confusión como su mensaje al mundo de sufrientes que reclaman falsos ídolos y tienen el vicio al alcance de la mano. La mirada del personaje es ambigua, confusa. Vista desde la penumbra de la catedral es difícil decir hacia qué lado está mirando. El brazo del anticristo se confunde con la del demonio en un juego visual impactante. La obra es una muestra del ingenio y del talento de los pintores italianos del Renacimiento. Las figuras se muestran en un equilibrio fabuloso, conformando escenas sobrecogedoras que preanuncian el movimiento surrealista. En los muros de la catedral de Orvieto los agonistas confrontan noche y día por la eternidad. El genitor de esta maravilla es Luca Signorelli, natural de la aretina Cortona, conocedor de la anatomía y pintor de frescos.

Luca Signorelli tuvo el coraje de retratar al anticristo.

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Mi encuentro con la catedral de Orvieto es cinematográfico. Una mañana de finales de invierno con un cielo prístino acompaña mi caminata por la calle empinada que lleva a la plaza en uno de los lugares más altos de la ciudad, un caserío plantado por los gobernantes medievales sobre una roca gigante que es una verdadera fortaleza natural. La fachada de la catedral aparece ante mis ojos de repente y es una bendición de la vida poder tener esa imagen y el recuerdo de ese momento. En el interior de una de las naves se encuentra la capilla de San Brizio donde está pintado el fresco de Luca Signorelli.

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La mirada animal del forastero desvía los ojos de los transeúntes que se abren a su paso. Un olor animal, como a perro mojado, circunda la presencia del individuo cerril y de barba hirsuta que se dirige a un predestinado encuentro. Los animales huyen a su paso, los corrillos de las viejas alcahuetas se apagan en el mismo instante que su andar seguro se deja escuchar. El matarife recuerda el día que estafó a un granjero; en la mente de la buscona se plantea la imagen de unas monedas de oro que sacó de una alforja sin el consentimiento de su cliente. Los niños buscan a sus madres en la cocina que no entienden porque se muestran repentinamente obedientes. El cielo de Orvieto se comienza a vestir de un arrebol malsano, un color que contiene un mensaje ominoso para quien sepa leerlo.

El individuo se pasea por Orvieto al anochecer. Se mezcla entre la turba de perdedores, de perdularios y bebedores que buscan el poco solaz que les da el negro vino de las tabernas. Las luces se proyectan desde las ventanas hacia las pequeñas callejas y el sonido de los pasos sobre las frías piedras acompaña como música la escena. Busca un predestinado, un hacedor de caracteres que plasme su presencia en la ciudad. Caminando en una suerte de sibilante vagabundeo, el hombre ve en las caras de mujeres y hombres su propia cara y su destino en esta tierra de ignorantes y doctos, de rústicos y bendecidos por alcurnia, de luces y sombras.

El extraño mira al hombre de pelo largo que bebe solitario en un costado de la taberna y que atesora un hato de colores y pinceles. El instante dura la eternidad. El pintor bebe el vino de un golpe para ocultar que está tragando saliva. El calor de la bebida se le manifiesta en la cara como un hormigueo que se expande por toda la piel. Baja un instante la mirada para ver dentro de sí. Luego la levanta, mira al extraño y asiente.

Ha entendido.

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El anticristo es un falso mesías, el antagonista de Cristo, una entidad por quienes los gobernantes corruptos de los hombres y mujeres se inclinan en adoración ¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? Dice Juan el Apóstol. A lo largo de la historia no fue representado con frecuencia. Es esta pintura de Luca Signorelli un verdadero tesoro de la pintura por el atrevimiento que tuvo en pintarlo.

Salgo de la catedral de Orvieto azorado por la imagen que me ha tocado en suerte admirar. La figura del anticristo en su plinto aconsejado por un demonio no se irá nunca más de mi cabeza. El sol de la media mañana me da un solaz particular, un poco de aire.

El hombre que mendiga en la plaza me mira con ojos extraños. Siento un escalofrío y me voy a buscar un bar.

He visto esa mirada en alguna parte.

Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 1 de diciembre de 2023

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